Psiconcología Argentina

Ir a Inicio
 


La Percepción de la Muerte,
en los chicos y en los cuentos para chicos.


"Déjenme jugar, que, al final, no pasa nada"
En los juegos de los chicos se evidencia un registro de la muerte, una posibilidad de escenificarla, que los adultos desconocen y pretenden silenciar. Los autores de cuentos infantiles clásicos sabían de esto.
Padres: “La muerte temida en la infancia no es la propia sino la de los padres, cuya ausencia, homologable a un abandono desolador, se torna insoportable”.

 


Por Silvina Gamsie *
La lectura de los �cuentos cl�sicos para ni�os� resulta un recurso privilegiado donde encontrar respuestas a ciertas reacciones sorprendentes de los ni�os; y, en particular, a su actitud ante la muerte de un ser querido. No deja de asombrarnos la capacidad del ni�o para convertir situaciones tan penosas y dif�ciles de tramitar, en la escenificaci�n de un juego. Es la certidumbre de nuestra propia finitud lo que nos hace olvidar el desparpajo con el que jug�bamos a matar o morir, la fruici�n con la que, en a�os infantiles, nos aboc�bamos a la lectura y la invenci�n de las historias m�s tenebrosas.
Empe�oso silenciamiento, el de los adultos, en relaci�n con lo que fueron sus primeras aproximaciones al tema de la muerte, as� como ante lo que se debe o no transmitir a los ni�os al respecto. Silenciamiento sostenido en el ideal de una infancia exceptuada de las penurias de la vida, incluida la muerte. Este callar de los padres contrasta, sin embargo, con la elocuente posici�n de sus hijos. Lo que se hace evidente cuando aqu�llos insisten en repetir: �Pero si no sab�a nada...�, �Si nada le hab�amos contado...�, �No pudo haberse dado cuenta, es tan chico todav�a�, sorprendidos de lo que el ni�o, en sus juegos o preguntas, evidencia acerca de su conocimiento de la muerte.
Recuerdo un chiquito que, en d�as posteriores al suicidio de su abuelo que se hab�a arrojado al vac�o �lo que el ni�o, seg�n sus padres, ignoraba�, amenazaba con caerse de cabeza, en un juego que los aterraba. El chiquito intentaba tranquilizarlos ��para que lo dejaran jugar tranquilo!� con un insistente: �D�jenme, d�jenme, no me agarren, d�jenme solito que van a ver que, al final, no pasa nada�; y, ciertamente, ca�a parado. O una ni�ita que, desconociendo supuestamente la crudeza de la enfermedad que hab�a provocado la muerte de su padre, jugaba a incursionar en el cuerpo de un enfermo (como en esa pel�cula sobre un viaje al interior del cuerpo humano), visitando e investigando el estado de los �rganos que, casualmente, hab�an sido afectados por la enfermedad. Lo que m�s impactaba de ese juego, no era tanto su inicial curiosidad salvadora -la ni�a se convert�a en una doctora que se esforzaba en evitar la muerte del enfermo� sino el momento en que esa misma doctora se transformaba en una suerte de Dr. Jekill, traicionando la ingenua confianza del moribundo, y poniendo en evidencia en el juego, el car�cter inevitable de esa muerte acaecida de verdad en otro tiempo y con otros actores.
Ni de jugando, pod�a vencer a la muerte. Lo que s� pod�a era tal vez modificar el sentimiento que acompa�aba tama�a p�rdida �la muerte de su pap�, permiti�ndose dar rienda suelta a su hostilidad hacia quien, al morir, la hab�a sumido en un profundo desamparo.
Freud, en �Nuestra actitud ante la muerte�, sostiene que el silencio de los adultos es correlativo a su propia posici�n ante la muerte, de la que no hay representaci�n: �Nuestro inconsciente es tan inaccesible a la representaci�n de la muerte propia, tan sanguinario contra los extra�os y tan ambivalente en cuanto a las personas queridas como lo fue el hombre primordial. Pero cu�nto nos hemos alejado de este estado primitivo -podr�amos agregar infantil� en nuestra actitud convencionalmente civilizada ante la muerte�.
Freud afirma as� que la muerte propia es inimaginable y el adulto evita su sola idea. En el fondo, nadie cree en su propia muerte, �as� como se le hace necesario al hombre culto evitar hablar de esa posibilidad cuando el que est� destinado a morir puede escucharlo�. Freud establece �en contraste con la posici�n evitativa de los adultos� que �s�lo los ni�os infringen esa restricci�n, se amenazan sin reparo unos a otros con la posibilidad de morir �algo evidente en los juegos� e incluso llegan a enfrentar con la muerte a una persona amada, dici�ndole: �Querida mam�, cuando te mueras, yo har� esto o lo otro�. Esta actitud de los ni�os esposibilitada por su disposici�n a creer la ficci�n, al hacer de la vida, juego. Se muere de jugando, como lo se�alaba Freud en �Personajes psicop�ticos en el teatro�: el ni�o se identifica con el personaje de ficci�n y se dispone a morir una y otra vez de mil maneras para salir �igualmente indemne�. Aun aquellos que, como la ni�a mencionada, tuvieron la desdicha de enfrentar la muerte verdadera.

Cosas de chicos
Es una v�a productiva volver a los cuentos infantiles, para intentar recuperar el modo en que en ellos se transmite la noci�n de muerte. Descubr� con asombro que, en su mayor�a y justamente en aquellos cuentos donde la referencia a la muerte es desde el t�tulo clara y sin artilugios, no hay diferencia, a pesar de las jugarretas evitativas de los vivientes, entre la idea de la muerte como situaci�n inherente a la vida, y la noci�n que traslucen los ni�os en sus juegos. Se pueden, de hecho, recortar dos modos esenciales de jugar la muerte, sea que se intente metaforizar el car�cter absoluto y definitivo de la muerte del Otro, sea que se intente jugar a hacerle falta a ese Otro, juego provocativo del deseo, b�squeda anhelante de los signos de su amor.
El cuento de Hans Christian Andersen, �La ni�a de las cerillas�, relata la historia de una nena pobre que muere en la calle una noche de Navidad, abrig�ndose a la luz de unas cerillas que la reconfortan al proveerle im�genes acogedoras en la soledad de la calle. Al encender la luz de sus cerillas ve una mesa servida, una chimenea chispeante y, sobre todo, a su abuela muerta hace tiempo, imagen �sta que la ni�a se resiste a perder, consumiendo una tras otra todas las cerillas de la caja. Es, justamente, la visi�n de su abuela lo que la acompa�a en sus �ltimos momentos. Me conmov�a entonces no tanto la idea de la muerte �posibilidad que seguramente rechazaba por considerarla lejana e improbable� sino y sobre todo, el desamparo, la soledad que envolv�an a esa pobre criatura. Era el temor a verme privada de mis seres queridos lo que me llevaba a identificarme con el personaje del cuento, y lo que me resultaba por dem�s intolerable. No se trata de la muerte propia sino la de los seres queridos, confirmando que la muerte temida en la infancia es la de los propios padres, cuya eventual ausencia, homologable a un abandono desolador, se torna insoportable.
Andersen no escatima rudeza en la mayor�a de sus cuentos, al referir la muerte de los ni�os y la devastaci�n que �sta produce en los adultos. Idea que no es nueva en la literatura, aunque s� lo sea que ese dolor intolerable �consecuente a la p�rdida de un hijo� es vertido en forma de cuento, de ficci�n para ser le�da por los propios ni�os. No se ocultan los sentimientos desgarradores ni lo inevitable de una muerte acaecida bajo las circunstancias de una enfermedad incurable; pero, no obstante, s� se intenta transmitir �he ah� el sentido de la ficci�n� que si en la perspectiva terrenal no hay final feliz ���como en los cuentos!!� porque el personaje del ni�o muere, existe, al menos, la ilusi�n de una dichosa eternidad, sostenida en un profundo sentimiento religioso. Ilusi�n que, por un lado, intenta aliviar en los peque�os su temor a la muerte, y atempera adem�s, en el adulto, el fantasma m�s temido, el de la p�rdida de un hijo. Las ficciones garantizan, si no la inmortalidad, al menos una supervivencia en el m�s all�, desprovista eternamente de los peligros de la vida.


El padrino de todos
Los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm, en el siglo XIX, hicieron una antolog�a de relatos que titularon Cuentos de ni�os y del hogar, especialmente dirigida a los ni�os. Tomar� tres de esos cuentos. En �El ahijado de la muerte�, un hombre pobre que tiene trece hijos decideencontrar un padrino para el �ltimo de ellos, que acaba de nacer. En el camino encuentra a Dios, cuyo padrinazgo no acepta por su tendencia a favorecer a los ricos y dejar morir a los pobres. Se le acerca luego el diablo, al que tambi�n rechaza por su disposici�n a enga�ar y corromper a los hombres. En tercer y �ltimo lugar se presenta la muerte, que lo convence de aceptarla como padrino con el s�lido argumento de que ella no hace ninguna diferencia entre pobres y ricos. El regalo a su ahijado ser� hacer de �l un m�dico famoso, para lo que le provee una hierba curativa que podr� usar siempre y cuando acepte el siguiente pacto: cuando la muerte se ubique en la cabecera del enfermo, podr� prometer la curaci�n y administrar la hierba; cuando la muerte se muestre a los pies del enfermo, �ste le pertenecer� y no habr� entonces cura posible, debiendo el joven m�dico desahuciarlo. El muchacho se convierte pronto en el m�s rico y famoso m�dico del mundo, cumpliendo estrictamente su compromiso. Hasta el d�a en que, enfermo el rey, se le ocurre enga�ar a la muerte, suponiendo que siendo su ahijado sabr�a perdonarlo. Invierte entonces la posici�n del enfermo y deja a la muerte a la cabeza del mismo. Ella acepta disculparlo por �nica vez, pero despu�s el m�dico vuelve a desafiarla, girando la posici�n de la hija del rey. No hay entonces perd�n, y la muerte se lleva a su propio ahijado, el que al fin de cuentas �y el cuento concluye� le pertenece como cualquiera de los dem�s mortales.
En �La muerte de la gallinita� se refleja igualmente el car�cter universal de la muerte. La historia realza la mezquindad de una gallinita que, por no querer compartir una nuez como lo hab�a acordado con su amigo gallo, se atraganta y muere, mientras �ste intenta vanamente conseguir ayuda. Camino al cementerio van muriendo uno a uno los animales del cortejo, demostrando que no hay fin para las desgracias. Hasta que el gallo llega solo a enterrar a su gallinita, tan triste que se echa sobre la tumba y muere a su vez: as� �estaban todos muertos�. Nada menos que el destino que nos espera a todos y a cada uno al final del recorrido.
Pero es en �Los mensajeros de la muerte� donde se expresa con m�s claridad la idea de la resignaci�n del viviente frente al decurso de la vida y a su condici�n de mortal. Un gigante camina por una carretera cuando se le aparece un hombre desconocido que lo obliga a detenerse al gritarle que no d� ni un paso m�s. El gigante, sorprendido, increpa al desconocido y lo amenaza con triturarlo si insiste en cerrarle el paso. El hombre se da a conocer, no siendo otro que la muerte misma a quien nadie contradice. El gigante se resiste, lucha y vence. Lastimada y maltrecha, la muerte se pregunta qu� ser� ahora de los vivos, de quedarse ella all� tendida: nadie morir� de ahora en m�s, y el mundo se llenar� de hombres que no cabr�n, finalmente, uno junto al otro. Por el camino llega un joven que se compadece del herido, le da de beber y lo ayuda a recuperarse. La muerte le pregunta si sabe qui�n es ella, se presenta, y le advierte que no puede perdonar a nadie ni hacer una excepci�n con �l. Pero, para demostrarle su agradecimiento, le promete que no caer� sobre �l de improviso y enviar� sus mensajeros para prevenirlo de su llegada. El muchacho agradece tal deferencia y prosigue su camino. Pero juventud y alegr�a no duran, y pronto llegan la enfermedad y el dolor, a los que soporta valientemente, en el convencimiento de que no va a morir todav�a por no haber sido advertido; se recupera entonces, y contin�a su vida. Pero, a poco, la muerte le toca el hombro, anunci�ndole su hora. Y el caminante se contrar�a: ��Acaso la muerte falta a su palabra? �D�nde est�n pues los mensajeros?�. Enojada la muerte le responde: ��No te envi� acaso un emisario tras otro? �Qu� fueron si no las fiebres, los mareos, el dolor, las enfermedades? �Qu� fue sobre todo el sue�o mismo que te ha sumido en el sopor de la noche como muerto?�. Ante la evidencia, el hombre se rinde ante la muerte. La pretensi�n de sostener la idea de la muerte como desenlace natural, indiscutible e inevitable de toda vida es retomada en una dimensi�n acabada en estas ficciones. Podr�amos pensar que los adultos s�lo nos permitimos transgredir el tab� moderno que afecta el hablar a los ni�os sobre la muerte, a trav�s de estas historias crueles y truculentas que, en su ficci�n, los peque�os aceptan con deleite.
En ellas se lee la necesidad de comunicar lo universal e inexorable de la muerte, que no hace distingos y nos iguala en la vida, como una forma de consolarnos ante la angustia que ella nos produce. Noci�n que, en todos estos cuentos, se pretende mostrar llanamente. La ficci�n est�, en este caso, al servicio de hacer tramitable a los ni�os la idea de muerte, convirti�ndola en un personaje con el que se puede dialogar, y del que el viviente no podr� esconderse ni, mucho menos, enga�ar... eternamente.
No hay transacci�n posible con la muerte, y de esto los ni�os quedan cabalmente advertidos. Ser� posible, a lo sumo, una impasse amable en el �pa�s de espera un poco�, al que los hermanos Grimm aluden en �El sastre en el cielo�. En �l, un sastre se introduce en el cielo subrepticiamente, el d�a en que Dios, por tener que ausentarse, proh�be la entrada a los mortales. Descubierto, el sastre es reenviado al �pa�s de espera un poco�, considerado �previo a la entrada definitiva al cielo�. El pa�s de espera un poco, �no es acaso una sutil manera de referirse a las desdichas y alegr�as de la vida?

* De �Los cuentos infantiles y la muerte�, aparecido en el �ltimo n�mero de la revista Psicoan�lisis y el Hospital.