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Por Guy Lérès*
Voy a referirme a la pulsión, su trayecto y la lectura clínica
que puede hacerse de ella. Lo haré siguiendo ese modo peculiar
que se ha traducido como pulsión de dominio o apoderamiento (Freud
lo llamó Bemächtigungs Trieb). Voy a apoyarme en una obra
literaria: la novela De ratones y de hombres de John Steinbeck (el título
elegido para la traducción al castellano, La fuerza bruta, suprime
cualquier alteridad, incluso ambigua). Sin embargo, el uso que le daré
deberá entenderse como un caso clínico y no como psicoanálisis
aplicado.
Abreviando, ésta es la situación de los protagonistas: Lennie
y George recorren los caminos llevados por un sueño. El de George
es una pequeña granja donde criar juntos conejos de angora, esos
conejos tan suaves. Los conejos, uno de los objetos metonímicos
que sostienen el pobrísimo fantasma de Lennie en su intento por
construirse un deseo. Trabajando como peones rurales piensan conseguir,
juntando las monedas, esa granja, pequeña. Y así, paso a
paso, quizá no estén muy lejos cuando llegan a una granja,
grande, donde encuentran trabajo. En esa granja hay hombres, jornaleros
o empleados, y está Curley, el hijo del patrón. Y también
una mujer, bastante linda y dulce, casada hace quince días pero
ya desatendida y sin nadie en quien encontrarle razón a su feminidad.
Sin nombre, es sólo “la mujer”, o “la mujer de
Curley”, como para que quede claro que ningún significante
le hace mella. Steinbeck nos propone un Lennie enteramente movido por
una pulsión parcial que pasa por la caricia. Acaricia cada vez
más fuerte. Y qué fuerte es Lennie. Cada vez más
fuerte, tanto que lo que acaricia parece salirle de las manos. Aprieta,
hasta la total trituración, todo lo cálido y suave: ratones,
cachorros, un vestido rojo, una mano, una cabeza de mujer.
“No hacía nada malo con ella, George. Sólo la estaba
acariciando.” Acariciar es sencillamente tener algo cálido
y suave en el hueco de la mano.
Que no nos confunda la presencia de la mujer en ese mundo menos homosexuado
que autoerótico. Esa mujer es el falo, pero el mundo en el que
está sumergida se lo reconoce únicamente para tildarla de
puta, tan cierto es que en él el falo apenas si orilla los goces
parciales, sin dueño, sin principio unitario. Esa mujer de Curley
también es un “ratoncito” (una minita), (mice/miss),
tan insignificante Otro como les resulta a esos hombres. Algo suave y
cálido hasta la provocación, hasta la incitación
de la pulsión parcial.
Una puta al fin y al cabo.
Pero, ¿y ella? Ella cree que el deseo masculino tiene algo capaz
de
responderle a su cuestión de mujer. Por eso, para ella, ese deseo
masculino incluye un signo que, para él, no es “un hombre
que desea se calienta con una mujer”. El malentendido se organiza
alrededor de esto.
Ella reparó en que a Lennie lo mueve algo fuerte. Pero, bueno,
a Lennie no se le para. Aunque para él lo que hace tenga la misma
función que la erección con relación a su angustia,
no se le para. El aprieta, no para alguien, sino para su propia satisfacción
parcial. No es que le guste alguien, le gusta “acariciar cosas lindas”.
Sólo que lo lindo no vela el horror, es la puerta “de par
en par abierta” que lo enmarca. El bien sabe de dónde saca
ese gusto: de una tía Clara.
La mujer de Curley tiene el pelo suave. Y le dice: “Tocá
acá, vas a ver cómo es de suave”. Claro que ya es
demasiado tarde.
Ella creyó que todo hombre era llevado por un deseo de mujer y
que toda práctica parcial era preliminar.
“No hacía nada malo con ella, George. Sólo la estaba
acariciando.” Lennie no es malo, tampoco sádico: Lennie no
tiene intención.
Su erogenidad lo es siempre y cuando algún Otro puede bordearla,
cercarla de muertes. Ese es el papel de George, encarnación masiva
delOtro ideal donde van a alojarse, íntimamente entrelazados, embrión
de deseo y superyó. Límite al goce y autorización.
Tan pronto “dale, Lennie”, como “soltalo, Lennie, soltalo”.
Apretar es la metonimia de chupar, de mamar. Una relación de contigüidad
en el gesto, el músculo, la mera motricidad. El niño sostiene
el pecho, el calor que se difunde en la palma de su mano es prenda de
una satisfacción oral perdida. Su objeto, el objeto en torno al
cual gira la tensión constante de su pulsión, es el pecho.
Su pecho, ese del que no puede desprenderse a ningún precio. Lo
preliminar a la caricia es la búsqueda de ese calor, promesa de
reencuentro con el pecho perdido. Pero la boca es inapelable, tan poco
bordeada por la demanda del Otro que ese calor, ese simple calor afónico
sustituye un signo por una señal.
Steinbeck captó la expresión de esa metonimia desplegada
a partir de la oralidad: Lennie sólo tiene memoria para la comida.
Y eso no constituye un saber sino las magras balizas de lo que le gusta:
los porotos con ketchup, por ejemplo. ¿Por qué eso no hace
un saber? Porque no se articula a ningún otro significante. Se
cierra sobre sí porque no está ligado a ningún renunciamiento
al goce. Se cierra sobre sí y halla satisfacción en el cierre
mismo. Nada lo impulsa ni a buscar más allá ni a elaborar
una teoría explicativa. Lennie no siente ninguna necesidad de dominio
intelectual. Para eso está George y por eso él tiene que
hacerle el gusto a George. Aquel que piensa en gustar confía en
que no le cueste nada, al contrario. El saber le es completamente ajeno.
El Otro es su saber. El le da cabida a los límites del goce en
tanto el goce no manifieste autonomía. Y ahí también
el goce manifiesta su autonomía como exterior a él mismo.
Cuando la mujer de Curley se da cuenta de su error y va a empezar a gritar
él le dice: “No, por favor, se lo ruego, no haga eso, George
se enojaría”.
Lo que ella hace es tratar de que le suelte el parietal, mero objeto del
que no le llega ningún mensaje pues el goce lo tapona todo de este
lado del deseo.
* Extracto del trabajo “De ratones y de hombres”,
incluido en el libro de próxima aparición Lecturas de “Los
cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis” (ed. Letra
Viva), integrado por textos de miembros de Convergencia, Movimiento Lacaniano
por el Psicoanálisis Freudiano.
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